LA PRESENTACIÓN FUE UN ÉXITO

A continuación os dejamos con un par de fotografías de la última presentación de la obra EL PROVENCIANO que tuvo lugar el pasado día 11.

Más abajo, podréis también disfrutar de las fotografías de la presentación que se efectuó el día 24 de Noviembre en la Librería Benedetti.

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A continuación compartimos con todos vosotros unas cuantas fotografías tomadas el pasado día 24 de noviembre en la Librería Benedetti, en la que se celebró la presentación pública del libro.

Esperamos que os agraden:

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AUTOR

foto autor

Julián Casamayor Parreño, es natural de El Provencio (Cuenca).

Consiguiendo las becas del ministerio de Educación que el gobierno empezó a dotar en aquellas fechas, realizó los estudios de bachillerato en Villarrobledo (Albacete),

Trabajando como plantilla en la empresa de trenes Talgo S.A. terminó los estudios de Ingeniero de Obras Públicas, modalidad de Construcciones Civiles en la escuela de la Universidad Politécnica de Madrid.

Como ingeniero ha desarrollado su labor profesional principalmente en la Central Nuclear de Trillo en la provincia de Guadalajara.

PARA MÁS INFORMACIÓN Y PEDIDOS, EMAIL A: editor@editoriallampedusa.es

COMENTARIOS

Comentarios

Antes de salir a la calle, el libro fue leído por más de una docena de personas, entre las que se encontraban un ingeniero, un aparejador, una enfermera de quirófano, una sicóloga dedicada a la enseñanza, un jefe de departamento de multinacional americana, un empleado de empresa eléctrica, dos empleadas de banca, dedicadas a la enseñanza y varias amas de casa.

Todos coincidían con frases como:

  • Al leer el libro estoy viendo a mi padre.
  • Es una historia muy bonita para contarla, pero muy peligrosa para vivirla, donde el protagonista lo pasó muy mal y se salvó en varias ocasiones de la muerte.
  • Un libro de fácil lectura.
  • La narrativa es muy buena y agradable.
  • Un libro que engancha, porque gusta leerlo pero cuesta el tener que dejarlo, porque quieres enterarte lo que le pasa más adelante.

Todo esto fue lo que animó al autor para hoy presentarlo a todos los lectores.

PARA MÁS INFORMACIÓN Y PEDIDOS, EMAIL A: editor@editoriallampedusa.es

FRAGMENTOS

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Del capítulo INCORPORACION A FILAS

Entre páginas 36 y 44

A primeros de septiembre de 1937, estando en la alcaldía Fabricio, la mañana del día que nos indicaron en la citación que llegó al ayuntamiento, me levanté temprano sin apenas poder dormir por la noche, por la intranquilidad y alegría de que me iba a servir a mi patria, a luchar contra los traidores y darles el escarmiento que merecían, porque los de derechas lo querían todo para ellos, aprovecharse de los pobres como nosotros, y relegarnos a la miseria, que era lo que se veía en los caciques que teníamos en el pueblo. En una pequeña talega al principio, que luego pensé que debía pasar a llevar todo en la maleta, estuve preparando lo que mis padres me dieron, como algo de comida que mi pobre madre se empeñó en que llevara. Yo no quería porque según decían en el ejército te daban de comer, pero ella como madre:

-Te voy a poner en una caja algunos chorizos, morcillas y unas tajadas fritas, y varias costillas adobadas también, que la matanza fue muy buena –decía mi madre-. -Que ante mi negativa:

¡Hazle caso a tu madre –le apoyaba mi padre-, coge y llévatelos, que no quiero que pases hambre! Si la comida que te den no te gusta, come de esto, y cuando los termines, nos lo dices en una carta y te mandamos más.

-Te voy a hacer unos bocadillos para el camino –continuaba mi madre-, y para cuando llegues a Cuenca. ¡Ah!, toma estos sobres y sellos, los pones en la maleta, que igual donde vayas a estar no hay para comprar, y ¡acuérdate en escribir a tus padres que tú eres un poco despistado! Este dinero guárdatelo no sea que te lo vayan a quitar.

Quería mandar a mi hermana María a por más pan para que me llevara unas hogazas, pero me negué en rotundo. Los bocadillos no le dejé que los hiciera, no los necesitaba. También quería que me llevase mi ropa, pero me puse terco y solamente cogí unos calzoncillos, un par de calcetines y unas camisetas por si acaso no nos daban en el ejército. Al resto le dije categóricamente que no, porque además que sabía que el ejército lo abastecía, así tendría algo para ponerme cuando volviese. El dinero lo guardé junto al que yo tenía de mis ahorros.

Mi padre, además de asentir a todo lo que decía mi madre, -Sí hombre, haz caso a lo que te decimos- apostillaba, me daba también consejos:

-Llévate bien con todos los compañeros, pero ten cuidado, no te fíes de nadie. El dinero llévalo siempre encima, que en la mili roban mucho, y cuando veas a algún superior, salúdale aunque sea a cuarenta metros, que hay algunos que tienen muy mala leche, y a lo más mínimo te meten un paquete. Cuando yo hice la mili, había un sargento que la madre que lo trajo, tenías que tener mucho cuidado con él, disfrutaba el tío fastidiándote, te buscaba y al más pequeño descuido, ya tenías el arresto encima. Le teníamos tal pavor que, cuando lo veíamos, nos avisábamos unos a otros. Bueno, era tal la psicosis que provocaba en la tropa, que una vez el capitán le llamó al orden, y aunque tuvimos un poco tiempo de paz, pero a las pocas semanas volvió otra vez a lo mismo. Así que, por tu bien, ten mil ojos y nunca te confíes, ni te fíes de nadie.

Mi hermano Ubaldo también dándome consejos sobre la mili, ¡porque como él ya la había pasado!, y era mayor que yo, ¡pues eso, a dar consejos al hermano! Mis hermanas echándome una mano en la organización de la maleta y unas veces les daban la razón a mis padres y otras sacaban la cara por mí.

Se acabó la fase de preparativos, y entre sollozos de mi madre, de mi padre, de mis hermanas, Margarita y Tomasa, y el silencio de mi hermano porque sabían que me iba a la guerra, salimos de casa con alguna lágrima también en mis ojos. Ya en la plaza de los Alcaldes, había llegado un camión del ejército, y aparcado junto al Ayuntamiento, con un soldado conductor y un cabo de acompañante, hablando y departiendo con la pareja de la Guardia Civil que se habían unido también al acto. Algunos de mis compañeros ya acomodados en la caja, esperando impacientes a que llegásemos todos.

El día se presumía lluvioso. Nubarrones oscuros amenazantes en el cielo que indicaban que en cualquier momento nos podríamos mojar, o más bien que con la tormenta que había caído hacía apenas un par de horas, se querían retirar para dar paso al sol. La temperatura ya pedía llevar alguna manga sobre la camisa. La plaza, con los familiares de todos a los que nos llevaban a defender la nación de los traidores que se habían sublevado. Unos ya sobre el camión, otros aun en la plaza apurando los últimos momentos. Los que se quedaban, despidiendo a sus hijos, hermanos, y sobrinos, con lágrimas en los ojos la gran mayoría, viendo como les quitaban a sus hijos y la incertidumbre de si los volverían a ver vivos, o incluso tendrían mala suerte y era la última vez que les podían decir lo que les querían. Se iban a la guerra, ninguno antes había salido del entorno familiar, se quedaban además sin una ayuda importante para la casa, con la falta que les hacían para trabajar en el campo, y ahora que se acercaba la vendimia, con la cantidad de uva que había salido ¿Cómo se las arreglarían sin su hijo? Aunque eso en estos momentos era lo menos importante. Muchos curiosos despidiendo también a los que consideraban sus amigos. No faltaba al que le daba envidia, porque se iban a la mili y cuando volviesen ya se podrían casar con sus novias, ya todo el pueblo los consideraría unos hombres. Niños viendo como los mayores se marchaban al ejército, esto no pasaba todos los días, veremos si volverían a ver otra cosa igual.

-Adiós hermano Chiripa, dónde va que se va a mojar, que me voy a la mili, a defender la patria, me voy a pegar tiros.

El hermano Chiripa pasaba por allí con su bicicleta medio destartalada, venía de su casa, y al ver que se dirigían a él levantó la cabeza y contestó:

-Adiós hijo, voy donde Pancilla, a ver si me corta un poco de alfalfa para los conejos, de la huerta que tiene por las hoyas, y de paso nos hacemos unos huevos fritos de sus gallinas que me los tiene prometidos. Si vas a la guerra, ten cuidado, que hay muchos que se van y no vuelven. Que los padres queremos que regreséis vivos. Creo que el hijo de Chullas está en Cuenca, está muy bien, los jefes lo quieren mucho, a ver si lo ves y te echa una mano.

-Por dónde vais a Cuenca- le preguntaban al soldado conductor, que debía ser algo mayor que yo.

-Vamos a ir por Motilla del Palancar- respondía éste.

-Por ahí hacéis muchos kilómetros, vete mejor por la Alberca de Záncara, que hay bastante menos.

-No, que creo que hay un tramo bastante largo entre La Alberca y la Almarcha que está muy malo, unos socavones que cabe el camión entero. No pasa apenas nadie, y si tienes una avería te mueres de asco hasta que vayan a socorrerte. Además, no conozco muy bien el camino y no sea que me pierda. Por Motilla del Palancar he venido, está bien y como yo soy de Sisante, esa zona la conozco como la palma de mi mano. Ya he pasado por ahí muchas veces, hay alguna zona de baches, pero en general está mejor arreglada porque tenga en cuenta que es el paso de todo el tráfico, desde el sur hacia el Levante. Además, el encargado del transporte es el cabo, es el que da las órdenes, yo solo soy el soldado conductor, que las recibe.

Otro vecino daba la razón al soldado conductor.

-Tienes razón, yo pasé por ahí la semana pasada, y estaba infernal, con esto de la guerra no sé adónde vamos a llegar, las cosas están todas abandonadas.

Con el cabo, como estaba con la pareja de la Guardia Civil, la gente no se atrevía a formularle estas preguntas.

Y así, con los comentarios y enseñanzas de unos y las contestaciones de otros y las lágrimas y sollozos de las madres y hermanas, pasaba el tiempo de espera.

Cuando estuvimos todos, mi padre, como alguacil del pueblo que era en esos momentos, comprobó que no faltaba nadie, y bajo la supervisión de la pareja de la Guardia Civil, comunicó al cabo y al conductor que ya nos podíamos marchar.

El camión arrancó, y entre lágrimas, adioses, cuídate y escríbenos, de todos nuestros familiares, tomó la calle de Félix Lorca, la hermana Enriqueta barriendo y regando la puerta como era su costumbre, la hermana Cabrereta que debía ir hacia su casa, y que al cruzarla nos dijo adiós con la mano, el hermano Primo con su mujer mirando como pasábamos por delante de su vivienda, no sé muy bien por qué, porque debía estar con sus ovejas, imagino que sería por el día, para despedir a los quintos, o por lo amenazante que estaba la mañana. Salimos a la cruz, Bolas estaba también en la fachada de su domicilio, saludándonos con la mano, el marido de la hermana Librá trabajando en su huerta. Enfilamos dirección hacia Albacete para de esa forma salir del pueblo, y así fue como marchamos a Cuenca la quinta del 38 para ingresar en el ejército. En principio, caras tristes pasando por delante de las últimas casas, por los puentes de los ríos de en medio y Záncara, con su buena agua que llevaban los dos: –“Con los recuerdos que tengo del río de en medio” pensaba yo, este río que era como un canal del Záncara, pero que abastecía de agua y movía a los tres molinos de donde se sacaba la harina para los buenos panes que se hacían en El Provencio, antes de juntarse con el Záncara en el puente del Matadero-. Unos con lágrimas, otros con lloriqueos, y los que menos con ojos húmedos. Era mucho lo que dejábamos atrás, las cabezas llenas de recuerdos, y a saber cuándo volveríamos a verles, pero conforme nos alejábamos de nuestro señorío, se fueron secando los ojos, alejando la tristeza de nuestros rostros y eliminando los nudos de las gargantas.

Al cabo de veinte minutos, todos tan contentos y animados pensando que éramos la mejor quinta que había existido, y con ilusión de servir a nuestra patria lo mejor que pudiésemos. Todo esto me imagino que sería por los veinte años que tenía, porque desde luego unos cuantos años después, mi pensamiento era distinto. De los que marchábamos en el vehículo, citaré entre otros muchos porque la memoria me lo permite a Julián Ortega (Julián Guija), Maximiano, Felipe Marchante, un hijo de Porras, Angelote el Sardinero, Enriquetón (que lo mandaron a artillería) Melquíades Torres que jugó conmigo en el equipo de fútbol y murió de cáncer muy joven después de casarse con Ángeles García y tener un hijo (Leopoldo Torres) y una hija (Mari Carmen Torres) que vive en Villaviciosa de Odón, a la que he visitado varias veces en mis tiempos de jubilación en casa de mi hija María.

Cogida ya la ruta, en el campo, algunas personas se veían cogiendo los tomates en las huertas que el tiempo había dejado, lo mismo que las habichuelas o judías, que ya estaban secas, las viñas empezaban también a entrever que la cosecha se presentaría normal, aunque aún trasmitían que para recoger las uvas había que esperar hasta fin de mes, rastrojos de trigo y cebada, hasta que llegamos al pinar del estado, para tomar el giro y enfilar a San Clemente. El paso por este pueblo fue normal, lo cruzamos y de esta forma seguimos camino a Cuenca por donde el soldado conductor había explicado en la plaza de los Alcaldes del pueblo. Después de pasar Villanueva de la Jara, alguno empezó con el himno de Riego, el himno oficial de la segunda república, que acabó contagiando a todos, eliminando así todo rastro de tristeza en nuestras caras.

Del capítulo EN EL FRENTE DE TERUEL

Entre páginas 69 y 76

A los gritos, levantó la cabeza, me conoció y en unas cuantas zancadas a toda velocidad, se metió en el refugio, y totalmente azaroso y exaltado me gritó:

-“¡Casamayor, fascistas ahí arriba, vámonos!, ¡deprisa!”.

-¡Deja todo lo que tengas y vámonos!, son muchos, Casamayor, son muchos, y muchos moros, tira el fusil y las cartucheras, no te servirán de nada, y vámonos ya, si no te vienes, yo me largo ahora mismo ¡No quiero morir, Casamayor, no quiero morir!

Dicho esto, se lanzó a correr de tal manera que en unos pocos minutos le perdí de vista.

Como la aviación se había marchado y al conocer el terreno, salí corriendo del refugio, me encontré con varios cuerpos muertos, fusilados por la aviación, me alegré de no haberme movido del refugio. Me pregunté si esta guerra merecía la pena, qué pensarían sus padres y sus familiares en sus pueblos, o las familias rotas del dolor y el odio, pero no tenía tiempo ni para responderme ni para enterrarles. Cogí una vaguada y me encontré con una pequeña cueva resguardada por un peñón de más de diez metros de altura que estaba lleno de soldados de nuestro bando, algunos de mi brigada. Les hice con las manos de marcharnos, les grité también que el enemigo estaba cerca, pero no sé si es que no me conocieron o qué, el caso es que no me hicieron caso.

Seguí adelante dirección hacia donde estaban los míos y, al llegar a un llano de alrededor de un kilómetro, paré. A un lateral había un cerro alto que yo conocía de mis reconocimientos anteriores de la zona. Recordaba que en la parte superior tenía unos dos metros de ancho y podría cruzarlo de un salto. Subí a gatas por la ladera y, a tres o cuatro metros de la coronación, me paré y descendí al ver desde allí que estaba cerca de la cocina del batallón, y que estaba tomada totalmente por soldados españoles y moros del bando de Franco.

Había unos cuantos andando por la calle con los fusiles en la mano, otros estaban bebiendo el vino que teníamos en la cocina, y comiendo los bocadillos que tan celosamente guardaba nuestro jefe de cocina. Soldados que debían ser nacionales saliendo con los chorizos y salchichones, a todo esto los moros cantando de alegría sus cánticos espirituales, que la verdad, desde entonces les he cogido manía. Menos mal que como se debían sentir seguros, no tenían puesto ningún vigilante, que si no, es muy posible que me hubiesen descubierto, y tal y como iba, no habría tenido más remedio que entregarme, si es que no me hubiesen fusilado antes. En los barracones debían estar registrando y robando todo, porque entraban y salían con productos en las manos en forma de trofeos. Lo que no me dio tiempo a ver fue a ningún oficial, todos eran soldados.

Estando mirando y analizando el ambiente, escucho a mis espaldas unos disparos y hablar, me imagino que en marroquí, porque no entendí nada. Se me heló la sangre en las venas, me puse a temblar. ¡Ya me han cogido! pensé, me agazapé como pude, miré a ambos lados, y a mi derecha descubrí unos matorrales que antes ni me había fijado. Me parecieron muy pequeños, pero despacio y sin hacer ruido me escondí tumbado detrás de ellos. Eran dos soldados marroquíes que no sé de dónde venían, el caso es que lo hacían con carcajadas y tirando tiros a las piedras. Pasaron a unos diez metros de mí. Pensé que si intentaba matarlos, con el fusil que llevaba, es posible que hubiese abatido a uno de ellos, pero el segundo lo habría hecho conmigo, llevaban mejores armas que yo. Lo mejor era esperar allí, además hubiesen alertado a todos sus compañeros y habría sido peor. Pasaron y, ¡menos mal!, ¡no me vieron!. Cuando estuvieron a una distancia prudente, salí de mi escondite lo más silencioso y agachado que pude, comencé a andar sigilosamente, pero estos dos soldados debieron oír o ver algo porque se volvieron y empezaron a disparar y a gritar. Empecé a correr en los zig-zag que me permitía el terreno, oyendo el silbido de las balas que dirigidas a mi cruzaban el espacio, tal fue el miedo que me entró que en más de una ocasión corriendo, me miré el cuerpo para comprobar que no tenía nada. Gracias a Dios llegó el momento que por lejanía, y por lo accidentado del terreno se acabaron los tiros, y corriendo con la intención de llegar a alguna carretera o sitio para poderme orientar, me encaminé hacia el sur, alejándome de aquel infierno. Recuerdo que hacía bastante frío, pero yo ni siquiera lo sentía.

Para evitar problemas e ir más ligero en mi retirada, me quité el mosquetón y lo desarmé; el cerrojo lo deje allí enterrado en dos piezas, la bayoneta y el resto de componentes, los tiré por ambos lados todo lo lejos que pude, las balas las enterré y con las cartucheras hice tres cuartos de lo mismo: tirarlas por diferente lado lo lejos que me permitieron los brazos. Llegué a otra loma, aparentemente sin peligro, pero por lo ocurrido, me dije:

-¡Hay que cruzar el cerro a la máxima velocidad posible, y ocultándome!, que como tenía algunas plantas pequeñas no sería difícil hacerlo.

Así que cuando llegué a la coronación, pegué unos saltos todo lo rápido que pude, uno para cada lado para no darles tiempo a coger puntería si es que había alguien que me pudiese divisar. Al caer al otro lado y conforme bajaba el cerro, al no ocurrir nada extraño, me entró ya una tranquilidad –Bueno, por ahora he salvado el pellejo- me dije. Seguí andando unas veces y corriendo otras, huyendo de allí, aunque más lo segundo que lo primero.

Después de un rato y al ritmo mayor que buenamente me permitían las piernas, llegué a la carretera de Valdecebro. Estaban las dos cunetas ardiendo, pero como las llamas no eran muy grandes las libré de un salto para cruzar la carretera y seguir adelante campo a través. Más tarde me encontré unos matorrales quemándose con las llamas bajas por la poca maleza existente. De dos saltos las crucé, y entonces me di cuenta de lo que pasaba, vi que un avión al que le llamábamos “La Pava” por lo grande que aparentaba, estaba ametrallando a un perro, y era el causante de estos pequeños incendios. Estaba claro que por esta zona hacía poco tiempo que los aviones se habían dado una gran paliza. Corriendo como podía, y ocultándome a la vez entre los pocos matorrales existentes, analizando cual podía ser el siguiente lugar para esconderme antes de dejar el que tenía, con el corazón dándome unos golpes que parecía se me iba a salir del pecho, oí de pronto unos sollozos y unos gritos desgarradores:

-¡Socorro!, ¡auxilio! ¡Por favor que alguien me ayude!

Miré hacia el lugar de las voces, y vi que el que pedía ayuda era un soldado tirado en una alcantarilla, con la cara ensangrentada y el pecho rojo de la sangre que le manaba de una herida, sin poderse mover. Apenado por sus lamentos, me acerque a él y rápidamente le reconocí, era un chico bastante mayor que yo, de Miguel Turra un pueblo de Ciudad Real. Era de la quinta del 30, de la sección de transmisiones, amigo y del mismo pueblo que uno de mi sección que conocíamos como Navarrete. Estaba malherido y me dio mucha pena, quise auxiliarle pero no me podía detener porque iba solo, y estaban los aviones enemigos por el aire, disparando contra todo lo que se movía. Así que en contra de mi voluntad, tuve que dejarle en esa situación y, aunque no me gustó como estaba, le deseé lo mejor. Pienso que se descuidó, y fue alcanzado por la metralla de la aviación, o que le alcanzó alguna bomba. Imagino que moriría, porque posteriormente a Navarrete le pregunté por él, pero no sabía nada, ni lo había vuelto a ver.

Un poco después, marchando por un caminillo, después de un montículo, descubrí a otro avión también del bando fascista, cebado con un coche pequeño, que claramente no era militar. No sé si era por gastar la munición, o practicar el tiro con él, porque el coche estaba con las puertas abiertas, como si los pasajeros hubieran salido huyendo al ver lo que se les avecinaba, el caso es que con el miedo que sentía en mí, no entendía por qué tenían que tomarlo contra las personas civiles, aunque teniendo en cuenta las bombas que lanzaron en el pueblo, hacían que sintiese más odio sobre los nacionales. También pensé – Qué derroche de munición, con la falta que nos hace a nosotros, si nosotros tuviésemos todos esos medios no habría moro que se nos pusiese por delante.

También a mi cabeza me viene el recuerdo de ver arder un cañón antiaéreo, varios anticarro y otros más pequeños que por allí quedaban, creo que como consecuencia del combustible que perdían los aviones. Aunque estaban muy deteriorados, inutilizados, ruedas rotas, pero debían ser de nuestro bando porque parecían rusos, muy iguales a los existentes en nuestra brigada. Gracias a Dios no recuerdo ver ametrallar a ningún soldado.

Con ganas de comer algo, porque desde la mañana no había probado bocado, seguí caminando todo lo deprisa que mis dolorosa piernas me lo permitían para intentar salir del peligro de aquel espectáculo infernal.

Por la tarde cuando pasé por delante de una vaguada, que tuve la suerte que tenía escalones como una escalera, oí el ruido cercano y estremecedor de la aviación en el aire, levanté la cabeza y vi aviones que me habían visto y uno de ellos venía a por mí. El corazón se me puso a palpitar tan fuerte, que parecía que quería salir de su sitio, así que con todo el miedo del mundo porque me veía ya muerto, se me vino a la cabeza –qué mal habré hecho yo para morir aquí, lejos de mi pueblo, de mi familia, y de mis amigos-, así que me puse a pensar todo lo deprisa que pude; subir la vaguada no era lo más aconsejable porque debía tener más de diez metros. Si me ponía a subir corriendo era probable que me pillase a media ladera y sería un blanco fácil. Si la lograba subir, no sé lo que me encontraría arriba, y por supuesto el blanco era más fácil, así que opté por tirarme al suelo todo lo pegado que pude, junto al escalón inferior con la cara hacia abajo, los ojos cerrados, y las manos tapándome la cabeza para cubrirme de las piedras y la tierra, que levantaban las bombas que empezaron a caer y la metralla. También recuerdo que no recé, no por nada, sino porque en la cabeza ni siquiera tenía hueco para pensar en oraciones.

Las bombas eran pequeñas, y afortunadamente era tan mala la puntería del piloto, que todas explotaron en la parte de arriba; aunque me llenaron de tierra y polvo que levantaron al impactar en el suelo.

Cuando se marcharon, estuve un rato tumbado y descansando, esperando por si volvían otra vez, este sitio había sido un buen refugio, pero lo malo era si se les ocurría aparecer por el otro lado, aunque gracias a Dios no fue así. Comprobé también que no estaba herido, aunque sí tan lleno de tierra y polvo que lo masticaba. Cuando ya no oí ningún ruido de aviones, me levanté y después de sacudirme como pude la ropa, empecé a correr escalones arriba subiendo la vaguada. Cuando llegué a la cima, me aseguré que no había nada sobre el cielo. Seguí corriendo por la ladera de la vaguada, cogiendo de vez en cuando la cima para tener una buena vista de la zona, y poder esconderme en caso de peligro, hasta que cansado y extenuado paré y me dije que ya había salido otra vez del infierno, que el peligro por esta vez ya había pasado.

Del capítulo ENCUENTRO CON MI HERMANO PACO

Entre páginas 262 y 268
Al día siguiente yo estaba deseando ver al capitán, y al salir de la lechería de ordeñar las vacas, me lo encontré junto al Señor Pepe. Lo saludé y sin esperar a más me los pidió:

-¿Has traído los papeles?- me preguntó-. Déjame que les eche un vistazo.

Se los entregué en un sobre abierto. Los estuvo leyendo y me comentó:

-¿Me dejas que me los quede? Tengo que ir mañana a Ceuta y los entrego en la inspección de Campos en Capitanía, verás que pronto sales del batallón.

-Sí, mi Capitán, se los puede quedar. Si fuera otro no se los daría, pero a Vd. sí, de Vd. me fío totalmente.

Este hombre, por su forma de ser, educación y trato, me hacía que tuviese en él una total confianza.

Al día siguiente, el capitán marchó para Ceuta, entregó toda la documentación en Capitanía, y a los ocho días llegó la orden a mi batallón disciplinario nº 25 del campamento de Melusa, para que ingresara en Tánger en el regimiento de infantería nº 58, en la sección de regulares que había allí, y que me presentara en las oficinas centrales al capitán de guardia.

Tan pronto llegó la orden, me despedí de todos los conocidos de la granja. Al Sr. Hacquez lo estuve buscando por toda la instalación, no lo encontré, posiblemente debía estar labrando los campos con su tractor, de forma que le encargué a la cocinera que le diese un fuerte abrazo de mi parte, y unas gracias muy grandes por lo bien que se había portado conmigo, igual que a todos ellos. Al capitán que me ayudó, no lo pude hacer, no lo localicé. Recorrí de cabo a rabo el campamento pero ni lo vi, ni me pudieron dar norte de él, así que a través de Mateo el de la cocina le dejé también una nota explicándole todo y dándole las gracias. Recogí todas mis pertenencias, preparé mi petate lo más rápido que pude, y con alegría desbordante, a primera hora de la mañana con permiso del sargento que había en aquellos momentos de guardia, localicé un camión para marchar a mi nuevo destino

El camión era de intendencia, había traído víveres para la cocina, estaba descargando cuando llegué. Aunque les estuve ayudando a descargar, parecía que nunca se acababa la carga, se me hacía la operación interminable, como si fuese éste el mayor camión que había llegado allí nunca. Cuando por fin se terminó la descarga, y el conductor que era un soldado de reemplazo, me indicó que subiese a la parte de atrás, que ya nos íbamos, exclamé: ¡Por fin, ya nos vamos!

Recuerdo que era a últimos de agosto de 1942. La caja del camión iba cubierta con una lona, y no se iba mal, además llevaban unos sacos vacíos con los que me preparé un asiento y luego cuando me cansé de ir sentado, me hice una cama. Cuando se puso en marcha, me dio un vuelco de alegría el corazón ¡Al fin marchaba del batallón disciplinario! ¡Lo que me había costado! Y todo gracias a un buen capitán, un capitán al que siempre le estaré agradecido, y siempre me acordaré de él, estaba claro que en la vida aunque pocas, siempre hay buena gente, y también por supuesto en el ejército. A este batallón había llegado en conjunto con muchos compañeros, y ahora me marchaba yo solo. Salíamos en cuenta gotas, porque Cayetano se marchó a Larache como albañil, y ya no había vuelto, hacía varios meses de esto y me imagino que se las habría ingeniado para no volver al batallón disciplinario.

Conforme me alejaba y la silueta del batallón poco a poco se iba empequeñeciendo, me entraba una cierta pena, porque habían sido muchos meses allí, muchos momentos no muy buenos, pero también había tenido mis alegrías, había conocido a bastante gente, con nadie había tenido problemas fuera de los propios del ejército. Ahora bien, había que pasar página y acabar con esta segunda mili lo antes posible, y volver otra vez a mi pueblo a ver a mi familia, a mi novia Tomasa, a mis amigos, que me acordaba mucho de todos, y ya tenía bastantes ganas de hablar con ellos. Hacía mucho tiempo que faltaba del pueblo, no sabía cómo estarían más allá de lo que me dijo mi hermano Paco, y lo que mis padres y mi novia me escribían en cartas, que aunque me detallaban bastantes cosas, seguro que habría otras muchas que no las podían contar.

Y así, recostado unas veces y sentado otras, con las vistas que me permitía la parte del camión, el camino unas veces recto, otras con curvas, algún paisaje y algunos desvíos, bastantes baches que los sacos me amortiguaban, se pudo hacer llevadero el trayecto. Mucho polvo porque pasamos por carreteras de piedra, y caminos. Recuerdo que atravesamos bastantes pueblos, alguno grande, pero la mayoría pequeños, y lo que más eran aldeas con solo unas pocas casas y malas, claramente se intuían que eran de barro y mal cuidadas, mucha pobreza se vislumbraba en los peatones que a sus puertas estaban. Cabras sueltas, también gallinas, burros marcándoseles todas las costillas, a punto de morir por inanición. Recuerdo que vi uno que Rocinante a su lado era un obeso, niños que se nos quedaban mirando al paso del vehículo, sucios, muy mal vestidos unos, descalzos, semidesnudos o desnudos otros. Adelantamos a un moro que llevaba un burro negro hasta arriba de leña, que solo se le veía la parte delantera de la cabeza con una mora subida encima de los leños, el pobre burro se percibía que en cualquier momento caería muerto de agotamiento, y el moro además maldiciendo al pobre animal como si él fuese el culpable de todos sus males, vamos que el conductor vio tan mal el tema, que redujo la velocidad del camión al cruzarse con ellos, la mora con ropa oscura tapada hasta los ojos, el moro una tez oscura y una boca apenas sin dientes, nos dijo no sé qué en su lengua levantando los brazos con una vara en su mano derecha, pero el conductor no le hizo ni caso.

Al acercarnos a uno de los pueblos, vi que el camión se detenía. ¿Qué pasará?, me preguntaba yo. Saqué la cabeza por la parte trasera de la lona y vi que un rebaño de no más de veinte cabras habían hecho detener el camión para cruzar la carreterilla, un moro mayor al frente del rebaño con cuatro jóvenes a los lados y que no hacía más que darles órdenes. Estos jóvenes con varas de madera y ramas, intentando guiar a los animales, les acompañaban unos perros tan escuálidos que debían llevar ayunando todo un año, y que no hacían ni caso a sus amos. Cruzaron la vía muy tranquilamente, muy sosegadamente, muy pacíficamente, a la velocidad que las cabras quisieron, sin importarles nada, y por fin proseguimos nuevamente la marcha.

Todo esto era la vista general del recorrido. Pero llegó el momento que empecé a ver cada vez más casas, malas al principio, pero mejores después, aunque casi todas de barro, y me hizo pensar como así fue, que habíamos llegado a Tánger. Hasta que después de unas cuantas calles, con casas de buen aspecto, e incluso grandes, y alguna con pinta de palacete, nos llevaron a la puerta del regimiento. Paramos en ella, el conductor saludó a la guardia:

-A la orden mi sargento, vengo de repartir la intendencia, y traigo a un recluta que viene destinado a este regimiento.

El sargento inspeccionó la caja, vio que venía vacía, y en cuanto a mí me pidió y le enseñé la documentación que me habían aportado en el batallón.

-Adelante, venga pasar para adentro. En cuanto a ti recluta, baja y preséntate en las oficinas y entrega allí la documentación.

-Mi sargento, voy a encerrar el camión, si le parece bien, el recluta se puede venir conmigo, y como tengo que pasar por las oficinas, paro y le dejo en la puerta. -Le dijo el conductor.

-Bueno, venga, de acuerdo, pero pasar ya de una vez y dejar la puerta libre.

Entramos en el regimiento, y el camión se dirigió a las cocheras. Cuando llegamos a ellas y el conductor lo hubo estacionado y parado:

-Venga recluta, baja, que ya has llegado a tu destino.

Eché pie a tierra con mi macuto, y el conductor me indicó dónde estaban las oficinas. Le di las gracias por todo, y me marché.